Hoy cumplo treinta años. La vida me está tomando el pelo, me levanté diciendo el otro día, pero como no me gustan las bromas, me puse a escribir una historia.
Cuando tenía 16 años me sentí en mí completamente y decidí que esa sería la edad en la que me detendría voluntariamente si pudiese pedirle al genio de la lámpara todos o alguno de mis deseos. Mi cuerpo estaba despertando plácidamente y mi voz consciente no era muy diferente a la que ahora me acompaña. Claro que he aprendido mucho en contenido, pero creo que sigo teniendo la misma forma de estructurar mi pensamiento.
Le he repetido hasta la saciedad a Melissa Salgado Rodríguez, una de mis mejores amigas, que no temo a la muerte sino a envejecer. Pero ese temor también ha mutado en mí, y ahora quiero vivir hasta los 94 años.
Cuando era adolescente, me encantaba decirle a la gente que me suicidaría a los 27 años, pero ya vimos que cambié de idea. Suelo hacerlo.
Me explico, suelo cambiar de ocurrencias más no de ideas.
También me encantaba decir que me enrolaría en la Policía Nacional Civil (PNC) a los 18 años o que mi primer novio tendría que ser rubio y de ojos azules. Obviamente, no fue así, mi primer novio era moreno y mis amigos lo apodaron “chucho guapo”.
Mi sueño más recurrente, el que no ha variado en casi una década, es saber que voy a tener una casa azul enfrente del mar, de adobe antisísmico, con huerto hidropónico, una vaca con manchas y una residencia de escritores, con su página web y su beca incluida. Se acepta el hombre de mi vida para compartir la casa.
Sin embargo, y a pesar de esta última y concedida cursilería, huella mnémica de todas las revistas femeninas que leo, películas románticas que consumo y varios etcéteras, escúchenme (o léanme) bien: Ahora que a mis treinta, todo el peso de la socialización patriarcal debería caer sobre mí, si yo no estuviera a salvo escribiendo en el quinto piso de la calle República de Cuba, en el centro histórico de la ciudad de México; me seguiré oponiendo a muchas cosas, porque desde muy pequeña, tuve la vocación de llevar la contraria.
Me resisto a la voz social que todavía vive implícita en mí. La que recomienda, antes de los treinta, casarse, tener hijos, ahorrar, endeudarse para tener una casa en un suburbio y pensar en una futura pensión.
Que no se sobrestime mi coraje, tal vez todo ha sucedido por casualidad y haya sido mi personalidad, y no mi discernimiento, la responsable de la suma de decisiones que me llevaron hasta aquí. Suspenso (voy tarde, siempre llego tarde y doblan las campanas –no es metáfora, están sonando las campanas de la iglesia Concepción a la par de mi casa).
Cuando mis hermanos empezaron a reproducirse a temprana edad, lo cual agradezco porque tengo unos hermosos y talentosos sobrinos, algo en mí avistó que yo lo haría a una edad tardía o no lo haría; cuando la gente empezó a casarse, algo en mí – algo muy evidente- me hizo concluir que mis relaciones eran absolutamente apasionadas y caóticas, por lo que el camino lógico de mis actos no me llevaría al matrimonio. Tan fácilmente.
Pero como dice la poeta Bárbara Oaxaca: “Siempre que tuve una situación amorosa escribí mucho”.
Cuando a mis 25 años tenía “el trabajo soñado”, bien pagado, en una agencia internacional de noticias, renuncié porque me gané una beca para estudiar un posgrado en la facultad de Ciencias Políticas de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), me mudé de país, y más adelante, como John Lennon encontró a Los Beatles, yo conocí a Las Poetas del Megáfono. Y muchas cosas más ocurrieron.
Altas y bajas. Se multiplicaron los viajes, amigos, libros, talleres, recitales, fiestas, canciones.
No obstante, uno de mis sobrinos cree que ya es hora de que compre mis gatos, en su cliché de la figura de la tía, y acepte que si dejo herederos, serán adoptados.
Bueno, esto de la herencia sería controversial, porque no sé si en los testamentos se aceptan una computadora con problemas de carácter, un Ipod rosa fucsia, una grabadora portátil y una gran cantidad de libros.
Decía, que a mis treinta años, he decidido que voy a seguir resistiéndome a la voz omnisciente que todavía me inyecta culpa por llevar una vida muy diferente a la que se esperaría de mí. Si bien mi familia ha entendido muy bien mi camino, explicarlo al resto de las personas es difícil: Desde hace más de un año, me dedico casi únicamente a escribir. Yo sé que este estado no durará para siempre, pero la crisis económica mundial, así lo ha decidido por ahora.
El miércoles, justamente, en el taller de reescritura de nuestro amigo Javier Norambuena, quien tuvo a bien becarme para su curso, leíamos “Flor y canto”, literatura náhuatl, y descubrimos que podría ser prehispánica gran parte de la concepción del “rol” que supuestamente el hombre y la mujer deberían tener en la sociedad.
Ante semejante descubrimiento, me puse yo muy enojada porque me acordé de todas las veces en las que me he sentido fuera de lugar -en mi país sobre todo, pero también en México por su cosmos machista- gracias a mi personalidad, mis decisiones y un oponerme constantemente a lo que considero injusto.
Y ahora darme cuenta, de que no es solo culpa del medioevo y el fascismo de la iglesia católica ¡Sino de los náhuatls!
A estas alturas, me ha dado por recapitular. En el colegio católico donde estudié solían castigarme por mi conducta, porque “platicaba demasiado”, no aprendí nunca a sentarme correctamente con las piernas cerradas, usaba la falda demasiado corta, las botas altas y de color negro -lo cual estaba prohibido porque había que llevar mocasines cafés- el pintalabios color rojo cabaret que me encanta (ése, el que el gato azul dice que contamina el medio ambiente), las fiestas vespertinas, los besos exhibicionistas, el cigarrillo y la cerveza.
Los muchachos y muchachas más recalcitrantes –no todos- solían llamarme con apelativos hirientes, y por ello, además de mutua simpatía, me enrolé en una secta social autodenominada “las gatas locas”. Y juntas, combatimos el status quo del bachillerato.
A mis 15, no sabía escoger la ropa, iba de amarillo a las fiestas rosas, una muchacha se burló de mí por el vestido de hawaiana combinado con tacones de aguja que escogí para mi cumpleaños y fue, hasta que crecí un poco más, ingresé a la universidad, vine a México, que fui encontrando espíritus cada vez más similares al mío, inconformes con el establishment, no solo político, sino también moral y social.
Por eso el miércoles, mientras estudiábamos el texto “Flor y Canto”, Nicole y yo nos volteamos a ver indignadas ante los mandamientos de la madre a la hija, de la sociedad a la hija, que en palabras indígenas, le indicaban a ella (no a él) cómo debía comportarse, cómo no tenía que voltear a ver a los hombres de reojo y otros muchos y muy indignantes etcéteras.
Más no era el libro lo que me causaba indignación, sino más bien, las voces que regresaban desde mi pasado personal para juzgarme, para preguntarme si no tenía novio, si no me iba a casar y tener hijos, escuché a lo lejos a mi hermana mayor gritarme porque usaba pantalones cortos y ceñidos para salir a la calle, a una amiga diciendo “qué afortunadas somos porque tenemos buenos esposos”, sin acordarse de que yo no tengo esposo, ni bueno ni malo, repudié a algunos hombres que en la calle me miran como si fuese un pedazo de tocino en un aparador, al editor sesentón que me bufaba detrás del hombro mientras escribía y el discurso de la señora que me cuidó de pequeña y quien intentó hacerme una lobotomía moral sin ningún éxito aparente. Mejor hizo mi profesor de Filosofía al enseñarme el valor de la ética en una sociedad cada vez más descompuesta.
Me dije a mí misma que no me arrepentía de nada. Al llegar a mi departamento, aprovechando el enojo, escribí el poema “Yo soy la guerra”, me alegré de cumplir treinta años y de ser lo más parecido a aquella muchacha de 16 que estructuraba su pensamiento en contra de lo establecido, de lo que consideraba injusto, me sentí satisfecha de ser (y estar) escritora-periodista freelance, de haber, en mis últimos 17 años de vida, escrito poesía hasta casi arrancarme la sangre, poniendo todo mi cuerpo en la escritura, todo mi cuerpo en la escritura, todo mi cuerpo.
Decidí que de aquí a que cumpla los 94 años, voy a continuar haciendo básicamente lo mismo, siendo en esencia así como soy y, como dicen en México, me vale madres.
Ya parezco la Gloria Trevi en versión cursi. Así que mejor me voy: ¡Feliz cumpleaños a mí!
-Gracias a todos aquellos que me aman así como soy. A los que les gustaron mis excentricidades desde que era pequeña. En especial a todo el clan García Dueñas. A mi mamá y a mi papá que me dieron la vida… cuando yo solo era polvo cósmico. Los treinta, sin duda, serán los mejores. Por supuesto.
Cuando tenía 16 años me sentí en mí completamente y decidí que esa sería la edad en la que me detendría voluntariamente si pudiese pedirle al genio de la lámpara todos o alguno de mis deseos. Mi cuerpo estaba despertando plácidamente y mi voz consciente no era muy diferente a la que ahora me acompaña. Claro que he aprendido mucho en contenido, pero creo que sigo teniendo la misma forma de estructurar mi pensamiento.
Le he repetido hasta la saciedad a Melissa Salgado Rodríguez, una de mis mejores amigas, que no temo a la muerte sino a envejecer. Pero ese temor también ha mutado en mí, y ahora quiero vivir hasta los 94 años.
Cuando era adolescente, me encantaba decirle a la gente que me suicidaría a los 27 años, pero ya vimos que cambié de idea. Suelo hacerlo.
Me explico, suelo cambiar de ocurrencias más no de ideas.
También me encantaba decir que me enrolaría en la Policía Nacional Civil (PNC) a los 18 años o que mi primer novio tendría que ser rubio y de ojos azules. Obviamente, no fue así, mi primer novio era moreno y mis amigos lo apodaron “chucho guapo”.
Mi sueño más recurrente, el que no ha variado en casi una década, es saber que voy a tener una casa azul enfrente del mar, de adobe antisísmico, con huerto hidropónico, una vaca con manchas y una residencia de escritores, con su página web y su beca incluida. Se acepta el hombre de mi vida para compartir la casa.
Sin embargo, y a pesar de esta última y concedida cursilería, huella mnémica de todas las revistas femeninas que leo, películas románticas que consumo y varios etcéteras, escúchenme (o léanme) bien: Ahora que a mis treinta, todo el peso de la socialización patriarcal debería caer sobre mí, si yo no estuviera a salvo escribiendo en el quinto piso de la calle República de Cuba, en el centro histórico de la ciudad de México; me seguiré oponiendo a muchas cosas, porque desde muy pequeña, tuve la vocación de llevar la contraria.
Me resisto a la voz social que todavía vive implícita en mí. La que recomienda, antes de los treinta, casarse, tener hijos, ahorrar, endeudarse para tener una casa en un suburbio y pensar en una futura pensión.
Que no se sobrestime mi coraje, tal vez todo ha sucedido por casualidad y haya sido mi personalidad, y no mi discernimiento, la responsable de la suma de decisiones que me llevaron hasta aquí. Suspenso (voy tarde, siempre llego tarde y doblan las campanas –no es metáfora, están sonando las campanas de la iglesia Concepción a la par de mi casa).
Cuando mis hermanos empezaron a reproducirse a temprana edad, lo cual agradezco porque tengo unos hermosos y talentosos sobrinos, algo en mí avistó que yo lo haría a una edad tardía o no lo haría; cuando la gente empezó a casarse, algo en mí – algo muy evidente- me hizo concluir que mis relaciones eran absolutamente apasionadas y caóticas, por lo que el camino lógico de mis actos no me llevaría al matrimonio. Tan fácilmente.
Pero como dice la poeta Bárbara Oaxaca: “Siempre que tuve una situación amorosa escribí mucho”.
Cuando a mis 25 años tenía “el trabajo soñado”, bien pagado, en una agencia internacional de noticias, renuncié porque me gané una beca para estudiar un posgrado en la facultad de Ciencias Políticas de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), me mudé de país, y más adelante, como John Lennon encontró a Los Beatles, yo conocí a Las Poetas del Megáfono. Y muchas cosas más ocurrieron.
Altas y bajas. Se multiplicaron los viajes, amigos, libros, talleres, recitales, fiestas, canciones.
No obstante, uno de mis sobrinos cree que ya es hora de que compre mis gatos, en su cliché de la figura de la tía, y acepte que si dejo herederos, serán adoptados.
Bueno, esto de la herencia sería controversial, porque no sé si en los testamentos se aceptan una computadora con problemas de carácter, un Ipod rosa fucsia, una grabadora portátil y una gran cantidad de libros.
Decía, que a mis treinta años, he decidido que voy a seguir resistiéndome a la voz omnisciente que todavía me inyecta culpa por llevar una vida muy diferente a la que se esperaría de mí. Si bien mi familia ha entendido muy bien mi camino, explicarlo al resto de las personas es difícil: Desde hace más de un año, me dedico casi únicamente a escribir. Yo sé que este estado no durará para siempre, pero la crisis económica mundial, así lo ha decidido por ahora.
El miércoles, justamente, en el taller de reescritura de nuestro amigo Javier Norambuena, quien tuvo a bien becarme para su curso, leíamos “Flor y canto”, literatura náhuatl, y descubrimos que podría ser prehispánica gran parte de la concepción del “rol” que supuestamente el hombre y la mujer deberían tener en la sociedad.
Ante semejante descubrimiento, me puse yo muy enojada porque me acordé de todas las veces en las que me he sentido fuera de lugar -en mi país sobre todo, pero también en México por su cosmos machista- gracias a mi personalidad, mis decisiones y un oponerme constantemente a lo que considero injusto.
Y ahora darme cuenta, de que no es solo culpa del medioevo y el fascismo de la iglesia católica ¡Sino de los náhuatls!
A estas alturas, me ha dado por recapitular. En el colegio católico donde estudié solían castigarme por mi conducta, porque “platicaba demasiado”, no aprendí nunca a sentarme correctamente con las piernas cerradas, usaba la falda demasiado corta, las botas altas y de color negro -lo cual estaba prohibido porque había que llevar mocasines cafés- el pintalabios color rojo cabaret que me encanta (ése, el que el gato azul dice que contamina el medio ambiente), las fiestas vespertinas, los besos exhibicionistas, el cigarrillo y la cerveza.
Los muchachos y muchachas más recalcitrantes –no todos- solían llamarme con apelativos hirientes, y por ello, además de mutua simpatía, me enrolé en una secta social autodenominada “las gatas locas”. Y juntas, combatimos el status quo del bachillerato.
A mis 15, no sabía escoger la ropa, iba de amarillo a las fiestas rosas, una muchacha se burló de mí por el vestido de hawaiana combinado con tacones de aguja que escogí para mi cumpleaños y fue, hasta que crecí un poco más, ingresé a la universidad, vine a México, que fui encontrando espíritus cada vez más similares al mío, inconformes con el establishment, no solo político, sino también moral y social.
Por eso el miércoles, mientras estudiábamos el texto “Flor y Canto”, Nicole y yo nos volteamos a ver indignadas ante los mandamientos de la madre a la hija, de la sociedad a la hija, que en palabras indígenas, le indicaban a ella (no a él) cómo debía comportarse, cómo no tenía que voltear a ver a los hombres de reojo y otros muchos y muy indignantes etcéteras.
Más no era el libro lo que me causaba indignación, sino más bien, las voces que regresaban desde mi pasado personal para juzgarme, para preguntarme si no tenía novio, si no me iba a casar y tener hijos, escuché a lo lejos a mi hermana mayor gritarme porque usaba pantalones cortos y ceñidos para salir a la calle, a una amiga diciendo “qué afortunadas somos porque tenemos buenos esposos”, sin acordarse de que yo no tengo esposo, ni bueno ni malo, repudié a algunos hombres que en la calle me miran como si fuese un pedazo de tocino en un aparador, al editor sesentón que me bufaba detrás del hombro mientras escribía y el discurso de la señora que me cuidó de pequeña y quien intentó hacerme una lobotomía moral sin ningún éxito aparente. Mejor hizo mi profesor de Filosofía al enseñarme el valor de la ética en una sociedad cada vez más descompuesta.
Me dije a mí misma que no me arrepentía de nada. Al llegar a mi departamento, aprovechando el enojo, escribí el poema “Yo soy la guerra”, me alegré de cumplir treinta años y de ser lo más parecido a aquella muchacha de 16 que estructuraba su pensamiento en contra de lo establecido, de lo que consideraba injusto, me sentí satisfecha de ser (y estar) escritora-periodista freelance, de haber, en mis últimos 17 años de vida, escrito poesía hasta casi arrancarme la sangre, poniendo todo mi cuerpo en la escritura, todo mi cuerpo en la escritura, todo mi cuerpo.
Decidí que de aquí a que cumpla los 94 años, voy a continuar haciendo básicamente lo mismo, siendo en esencia así como soy y, como dicen en México, me vale madres.
Ya parezco la Gloria Trevi en versión cursi. Así que mejor me voy: ¡Feliz cumpleaños a mí!
-Gracias a todos aquellos que me aman así como soy. A los que les gustaron mis excentricidades desde que era pequeña. En especial a todo el clan García Dueñas. A mi mamá y a mi papá que me dieron la vida… cuando yo solo era polvo cósmico. Los treinta, sin duda, serán los mejores. Por supuesto.
9 comentarios:
Bienvenida pues.
Los primeros treinta están con madre.
Yo me detuve en los 17, ah, qué felicidad.
Sapo verde eres tú.
Como decimos en francés : Bon anniversaire ! Que disfrutes de tus 30-16 anios y no cambies para nada tu modo de ser.
La pasé súper rico ayer!!!
Te quiero muchísisisisisisiisisisisisiisisisisisiisisisisimo!
Bonita, felicidades!
¡Hartas felicidades!
yo quiero abrazarte
cuando cumplas noventa y cuatro
Felicidades
y que vengan más...!
:)
Todo mi amor para tí, treintona querida.
Por ser como se es, salud.
beso
Publicar un comentario