Oscar Arnulfo Romero,
arzobispo de San Salvador, fue asesinado por un comando de extrema derecha el
24 de marzo de 1980, mientras consagraba la hostia en una misa en la iglesia de
la Divina Providencia en la colonia Toluca.
“Atrás de
la casa mataron a monseñor”.
“Yo estaba
tendiendo tus pañales cuando escuché el disparo”, repetía madre.
“Yo
escuché la noticia en la radio y viví el pánico”, decía padre.
Al dar la
dirección de la casa, decimos:
“Detrás
del hospital Divina Providencia, donde mataron a monseñor”.
Y con el
tiempo supe.
“Les
suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: ¡Cese la represión!”.”, dijo
y por eso lo mataron.
Infancia
es destino, dicen.
Al crecer
y escuchar ruidos nocturnos en la casa,
creía que
era el fantasma de monseñor.
Cómo sería
su fantasma que no me daba miedo.
Tal vez la
gente que da la vida por los pobres se convierte en una sombra blanca
en un
árbol de paternas
o en el
canto de los pájaros.
Crecer
sabiendo que atrás de la casa
mataron a
un hombre que no fue cualquier hombre.
“La voz de
los sin voz”, le llamaron.
Ver su
escritorio, su ropa, su foto con los lentes grandes.
Ver su
imagen colgar del espejo retrovisor de Carlos
y que él
siempre dijera “San Romero” y se golpeara el pecho fuerte
con el
puño cerrado.
Verlo
despintarse de un mural.
Verlo
encenderse de nuevo.
“Detrás de
mi casa mataron a monseñor”
y que la
rabia no se desgaste.
“Si me
matan, resucitaré en el pueblo salvadoreño”, dijo.
Pero yo
creo que monseñor también es el árbol de paternas
y el canto
de los pájaros de mi infancia atolondrada.
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