Creo que siempre me ha
gustado cumplir años. En general, me gustan las celebraciones de los
ciclos ajenos y propios. Mi cumpleaños me permite celebrar que estoy
viva, que no he cedido a la angustia existencial, ni a la sombra ni
al abismo (la pulsión de vida es más fuerte que la pulsión de
muerte). Celebrar que he aprendido cosas que necesitaba, duras,
álgidas, insoportables, pero también luminosas.
Este martes 7 de febrero,
cumpliré 37 años, volátiles, volcánicos, telúricos (esa palabra
que tanto repito). Son un montón de años, una tanatada de años, si
viviéramos en el siglo XVIII o antes, ya sería una anciana. Aunque
a veces me siento una niña anciana. Me llevo mejor con los niños y
los ancianos porque no tienen introyectado el bien decir y son más
espontáneos en su comunicación con los demás. Tal vez por eso hago
yoga con ese grupo de edad.
Siempre me dijeron que
soy una “traga años”, y hay algunas personas que durante mucho
tiempo creyeron que tenía mucho menos años que los que tengo y un
día se dieron cuenta de mi edad y medio se atragantaron. Alguien por
ahí dirá que soy chavo ruca. Yo le diría que sí y que también
soy “buena ondita”. La señora Marisela dice que me veo más
joven porque no hago corajes. Si supiera. Debajo de mi temperamento
aparentemente equilibrado, suelo sostenter un diálogo permanente con
una ira ancestral.
Hace una vuelta al sol, yo
tenía una panza muy grande en la que palpitaba un ser al que ya
nombraba sin verle: Agustín. Ahora de casi once meses de vida. No
soy ni medianamente la misma que era hace un año. Algo tremendo se
abrió en mí y de ese algo, además de luz y vida, brotaron
fantasmas, angustias y muchas preguntas.
Me siento en un momento
de profundo discernimiento, en medio de múltiples encrucijadas
materiales y espirituales. Rumiando como una vaca sentimental.
Goteando leche, durmiendo a ratos, con los ojos propensos al llanto
repentino, al borde de mí y de la montaña que es la vida.
Melancólica, vulnerable, todavía abierta al Misterio que fue haber
dado vida a otro ser. Un poco un charquito o un pañuelo arrugado,
pero de pie, siempre de pie, sabiendo que de esta hipersensibilidad
andante brotarán frutos resplandescientes.
Sabiendo que soy fuerte,
porque puedo sostener a otro ser, porque he aprendido a darme
hondamente y por completo y porque soy capaz de, como una loba,
defender a dentelladas a mi hijo, de lo que sea.
Aunque ha pasado una
tanatada de años por mi cuerpo, sigo creyendo en eso que los seres
humanos llamamos 'amor'. Y no el amor romántico ni el amor idílico,
corroído de capitalismo y/o machismo. No, sigo creyendo que aunque
somos una especie mezquina con el planeta y entre nosotros mismos,
también poseemos la posibilidad de discernir y amar, tener gestos de
profunda identificación con el otro, darnos, abrirnos.
Sin duda, soy más
desconfiada que hace un año, las vueltas recurrentes al sol me han
enseñado quienes son incondicionales en mi vida y quienes
definitivamente no. Y aunque es triste sentir que algunas personas en
las que creía terminarán de desaparecer de entre mis afectos, es
tranquilizador pensar que estoy rodeada justo de las personas que
necesito y me aman.
Quiero ser agua para
aquellos a los que amo, un pastito breve de luz, un ser incondicional
a ellos. Ellos, esas personas a quienes amo desaforadamente, saben
quienes son y tienen de mí la luz vulnerable que ahorita me habita y
la promesa de que mi fuerza está mutando para volver a rielar y
resplandecer.
Lauri García Dueñas
Acapulco, Guerrero,
México, sábado 4 de febrero de 2017.
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