Tengo
doce años viviendo fuera de El Salvador. Pero también doce años regresando.
Cada año, al menos una vez. Sé que eso me vuelve privilegiada, lo recuerdo
dolorosamente cuando, como ayer, converso, gracias a una lectura de poesía, con
los familiares de migrantes salvadoreños desaparecidos en su camino al norte.
Esta
vez, regresé al país el miércoles 4 de julio de
2018 para una estancia de un mes, es nuestro tercer retorno desde que nació mi hijo, su aterrizaje en este
mundo ha agudizado mi deseo de ubicuidad. Quisiera que pocos minutos separaran
nuestra vida en Acapulco de la vista del volcán de San Salvador. Lastimosamente,
no es así. Mis últimos viajes han implicado muchos esfuerzos físicos y económicos para mi hijo, mi
marido, mi familia y para mí. Preparar un viaje con bebé lleva al menos un mes
de minucias y otros varios de expectativas.
Los
primeros días que paso en San Salvador salgo muy poco con mis amigos, disfruto
el espacio y la compañía de mis padres, de 74 y 72 años. Sé que su vida y su
presencia son también un privilegio para mí y para Agustín de dos años y tres
meses.
El
mundo afuera puede caerse a pedazos si así lo decide, yo me aíslo
momentáneamente, vuelvo a la casa donde crecí desde que tenía cuatro años y me
sumerjo en las cualidades lisérgicas del pasado.
Como
buena acuariana, al par de días, ya quiero salir a vagar, empiezo a comunicarme
con el exterior a cuentagotas, pero tengo que tener mucha paciencia para que
mis viejos amigos ‘me hagan caso’ y me saquen ‘a pasiar’. Yo tengo muchas ganas
de verlos, pero esa es una nostalgia muy mía, ellos naturalmente están imbuidos
en sus quehaceres cotidianos.
A
los pocos días, ya no quiero tomar taxis carísimos ni esperar a que me den
‘ray’, vuelvo a las andadas, me gusta andar en bus desde que tengo 14 años. Los
buses peligrosos de mi capital me dan una sensación de libertad irrepetible,
además ahí o en las paradas de autobuses escucho cosas asombrosas como las que
dijeron dos muchachas de lentes hoy:
- Y luego le puse que
tuviera una vida feliz y una manito diciendo adiós. Y después nada. Borré su
teléfono.
- ¿Y no has vuelto a hablar con él?
- No. Para qué. Es algo que no tiene
remedio.- ¿Y no has vuelto a hablar con él?
- No, no tiene remedio.
- Y lo bloqueé porque si no iba a pasar viendo sus fotos.
- Cabal.
(Silencio largo. Una de las chicas mira al vacío)
Obviamente,
no puedo dedicarme solamente a describir los aspectos bucólicos del ir y venir
por la ciudad. Llega el momento impostergable en que leo en el periódico la
noticia de una mujer que fue asesinada a machetazos por su ex pareja luego de que
ella decidiera dejarlo. Los feminicidios han aumentado en el último año. Cierro
el periódico, sé que no debo abstraerme, pero en los siguientes días no volveré
a abrirlo. Eso sí, un hombre en la televisión habla sobre por qué, en su
opinión, la gente no debería salir a marchar en contra de los proyectos de
privatización del agua. Cambio el canal.
El
día en que Agustín y yo aterrizamos en San Salvador no había suministro, nos bañamos
con el agua de un barril azul.
Ayer
estuve en La Puerta del Diablo, una formación rocosa desde donde uno puede ver
los volcanes y los lagos y el inmenso verde inabarcable de El Salvador. Creo que no había ido ahí
desde que era niña. Me cansé mucho al subir, los años no son siempre livianos.
También me pregunté por qué no escalé La Puerta del Diablo más veces cuando
vivía aquí. A veces, damos por hechas demasiadas cosas, como los lagos y las
montañas.
En
mis primeras incursiones en bus y a pie por San Salvador, me persiguen el acoso
y los silbidos callejeros. No me voy a poner a pelear, como antes, con cada
vigilante que me cuentea, pero vuelvo a ponerme en guardia, a mirar para atrás
y cambiar de rumbo si un joven sospechoso de mochila me sigue a las ocho de la
noche.
Había
olvidado lo que se siente tener miedo por volver a casa a pie a las ocho de la
noche.
Había
olvidado lo entrañable que son las miradas y los besos de los estudiantes de
secundaria y bachillerato salpicando la ciudad.
Seguramente
es un cliché pero lo cierto es que he consumido una cantidad perversa de
pupusas.
Nunca
antes vi llover tanto que El Salvador del Mundo desapareciera de mi vista, el
paseo Escalón pareciera el río Sumpul y, en la 30 B en la que iba, la gente
sacara paraguas adentro del bus, mientras el salvaje conductor empapó con una
ola de agua lodosa a los incautos que le hacían la parada.
Hoy
vi llorar a mi amiga Argelia, la madre de Amada Liberad, joven poeta guerrillera
muerta en combate en 1991. Argelia es para mí una síntesis de lo que me hace
volver constantemente a El Salvador. Memoria, poesía y afecto, un afecto tan hondo
que no cabe en el abrazo y el consuelo.
Una
vez más, también volví al país para coordinar talleres de escritura creativa.
Este terco volver mío es una forma de reescritura. Y es que es tan tentador
sucumbir a la sensación lisérgica del pasado.
Sé
que mucha gente ya no considera que soy-estoy aquí y que las personas en
Acapulco saben que soy extranjera y por eso también existe una distancia
simbólica que me aleja de los mexicanos.
Yo misma he aceptado mi condición de foránea donde sea que me encuentre.
Pero
qué bien se siente, cuando camino por el bulevar Constitución después de
bajarme de la 46-C. Y cuando al regresar a casa de mis padres, mi hijo duerme
después de ser arrullado por sus abuelos. Uno vuelve donde ha sido inmensamente
feliz e inmensamente desdichado. Por eso, sigo volviendo. Y esta también es mi
casa.
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