a Javier Raya
Durante mucho tiempo escribí
este texto en mi cabeza o al menos me hice esta pregunta ¿cuál es la relación
entre poesía y comunicación? Sobre todo, me he preguntado esto a partir de la
vida, mediante el hacer lo que uno hace desde el deseo.
Estudié nueve años la carrera
de Comunicación y Periodismo, cinco de licenciatura, uno más de tesis, dos de
maestría, otro de otra tesis.
Los temas que me ocuparon en
esos años fueron: El asesinato del poeta Roque Dalton y todas las
posibles versiones de su muerte y la percepción social de la violencia y la
elaboración de la nota roja en la prensa escrita salvadoreña, desde la
historia, el análisis de discurso y las teorías de la recepción.
Si algo tengo que decir a mi
favor frente a aquellos que abandonaron, abandonan y abandonarán valientemente su
educación universitaria y bancaria (la que se infringe para las bancas y no hacia
las personas, creyendo que educar es trasmitir conocimiento y no construirlo,
como propone Paulo Freire) es que soy hija de catedráticos universitarios que
defendieron la Universidad de El Salvador (UES) de las ocupaciones militares en
los años ochenta.
Y que en 1986, a mis seis años,
cuando el terremoto en El Salvador destruyó gran parte de esa entrañable
universidad, acompañé a mi madre, en ese entonces decana de la facultad de
Economía, a reconstruir las aulas junto con estudiantes, maestros y
trabajadores. Esos jóvenes querían estudiar y construirían juntos sus salones.
Acarrearían cemento, ladrillos, láminas.
En 1992, a mis doce años, en
esa misma universidad fui testigo de cómo los excombatientes de la guerrilla y
el ejército hacían sus exámenes de regularización académica para ingresar a la primaria,
secundaria, el bachillerato o la universidad.
Desde esos años, creo en la
universidad pública y en el derecho que tienen las personas, si así lo desean,
de cursar una carrera. Por eso, les digo a algunos de mis amigos, los cuales abandonaron
o abandonarán sus carreras, que el espacio que ellos ocuparon en las aulas, tal
vez lo deseaba alguien más.
Desde entonces, también presiento
que una universidad sería mejor si la construyéramos con nuestras propias
manos.
Lo de los poemas me fue dado
por la libre, en talleres con amigos y escritores. A eso de los ocho años, leí
uno de los libros que más me ha cimbrado: Tierra
de Infancia, de la salvadoreña Claudia Lars. En uno de sus cuentos, La salamandra, ella contaba cómo jugaba,
solitaria, a cazar hormigas y tirar piedras con hondas en los campos de Armenia,
Sonsonate.
Pero en uno de sus paseos,
Claudia niña (de unos ocho años) vio una salamandra que a pesar de haber caído
en un fuego no se quemaba. Asustada, corrió a contárselo a su padre, un ingeniero
estadounidense que se había casado con una salvadoreña acomodada de una familia
cafetalera, y éste le dijo que las salamandras que se caen en el fuego y no se
queman se les aparecen a los niños que van a ser poetas. El padre le explicó a
su hija que el camino de la poesía puede estar lleno de luz, pero también de
tormentos. Ese libro fue mi propia salamandra.
Desde los ocho años, cuando la
gente me atosigaba con la clásica pregunta: qué
vas a ser cuándo seas grande, yo respondía:
poeta. No tenía la menor idea de cómo se convertía uno en poeta, solo tenía intuiciones,
producto de la fascinación por Lo Otro que me contagió mi padre biólogo. Entre
mis ocho y trece años, fui una poeta sin obra.
A los trece, empecé a escribir
pequeños textos y cumplí con el terrible
deber (Roque Dalton dixit) de escribirles a los muchachos que amo, algo que
en algún momento debí dejar de hacer pero no he logrado.
Luego, me di cuenta de Algo más difícil: si no escribía me iba
a morir. Pero como me gusta la vida; es
algo bello la vida (Yaxkin Melchy dixit); elegí escribir. Para mí, desde
los trece, escribir es algo de vida o muerte y aunque creo que es un derecho
humano escribir (y bailar) no comprendo cómo existen personas que pueden decir
que se dedican a la poesía por hobby.
Sin embargo, a los doce años
también dije que deseaba ser periodista. Sentada en el pequeño y desordenado
cuarto de estudio de mi padre, me entretenía leyendo periódicos y revistas,
veía los análisis políticos en la televisión y luego me encerraba en el estudio
a leer las notas en voz alta.
A los nueve años, tuve, como muchos,
mi romance con Cien años de soledad,
de Gabriel García Márquez, y por las vueltas que acomodan la vida, en el 2007 tomé
un curso de Periodismo y Literatura en Aracataca, Colombia, es decir, en Macondo.
En esta especie de arqueología
de lo que significa, en mi pesebre (Javier Norambuena dixit), la poesía, el
periodismo y la comunicación puedo decirles que no habría poesía sin
comunicación.
Repito, hasta la saciedad, que
si un poema o texto poético no provoca una convulsión o consternación en El
Otro, si no ocurre la acción comunicativa
del arte basada, en parte, en la fuerza expresiva del texto, no ocurre el
poema.
El poeta es un médium, quien
mediante el trance y el acuse de recibo del dictado, comunica Algo que no comprende del todo y quien
lee recibe, da casa al poema de tal manera que éste puede cambiarle su forma
acostumbrada de ver el mundo.
Puede haber comunicación humana
sin poesía, pero el hecho de que ésta existe gracias a esa (noble) urdimbre de
signos, que denomina Umberto Eco, es algo que no debiéramos pasar por alto.
Repito, también hasta la
saciedad, que los señores usuarios de la lengua española, muchas veces, derramamos
ésta de manera brutal, este generoso sistema de signos de absoluta complejidad
que no siempre tuvo la capacidad de actualizar la realidad mediante el
discurso, como sostiene Paul Ricoeur.
Es decir, los seres humanos no
siempre tuvimos un lenguaje, mucho menos una lengua. Me repito eso, cuando me
pongo verborreica o tropiezo el pensamiento en palabras equívocas.
Comunicación y poesía comulgan
en el uso de la lengua, pero como dice el palabrero ninja Javier Raya: “la
poesía afirma su poder desde la negación del mundo, desde una cadena de
interrupciones en que el deseo redistribuye las ocupaciones mundanas: un hombre
que escribe es un hombre que se interrumpe y participa de un trabajo inútil,
que interrumpe la significación convencional de las palabras”.
La comunicación y la poesía
comulgan en otro sentido: se preocupan por El Otro, por Lo Otro. La
comunicación y el periodismo están interesados en el sistema social, el
sentido, el signo lingüístico. La poesía también.
Y no solo eso, volviendo a la
idea de la universidad posible, en Latinoamérica, la carrera de Comunicación ha
guardado en su cuerpo la avasalladora emoción de miles de jóvenes que desde los
noventa vieron en ella la posibilidad de encontrar una vocación. En la segunda
década del siglo XXI, la Escritura Creativa está recibiendo ese mismo ímpetu.
El hecho de que jóvenes de
apenas 17 o 18 años deseen por decenas estudiar Comunicación o Literatura es
algo que nos debería recordar que las coincidencias no son tales.
Esos jóvenes tienen claro que desean
dedicar su vida y entusiasmo al signo lingüístico, y a la interrupción,
mediante el deseo de escribir. Ustedes, estudiantes que están frente a mí, a
quienes veo y leo en twitter y Facebook, con quien hablamos de la vida.
Ustedes tienen clara cuál es la relación intrínseca entre la comunicación y la
poesía.
Para concluir este texto, puedo
subrayar que no habrá poema posible sin comunicación. Escribir es tal vez creer
a ciegas que alguien escucha.
Lauri
García Dueñas, Santa María la Ribera, México D.F.
Leído en voz alta en la Jornada
de la Comunicación, Facultad de Estudios Superiores (FES) Aragón, Universidad
Nacional Autónoma de México (UNAM) el viernes 8 de noviembre de 2013.
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