El
lunes leí la “crítica” de Beatriz Cortez a la obra y vida del
escritor salvadoreño Horacio Castellanos Moya en la coyuntura del
Premio Manuel Rojas que le entregaron en Chile recientemente. Una
idea que me rondaba la cabeza cuajó en mí: no se puede llamar
crítica literaria a lo que no lo es, aunque sea un comentario de
opinión o columna en un medio de comunicación.
La
literatura y el arte suelen despertar polémicas porque están
intrínsecamente relacionadas con lo que somos y con nuestras
visiones de mundo, por lo que, así como las pláticas sobre
política, levantan polvo, apasionamientos y hasta insultos.
Los
principales errores al hacer un comentario o crítica literaria son
las falacias de generalización, de autoridad o la falta de
argumentación. También se puede descontextualizar la obra o pedirle
-inmerecidamente- al artista o libro que satisfaga lo que nosotros
creemos que debe ser la literatura y el arte. El crítico se enfrenta
al peligro de sacar conclusiones descabelladas, uniendo supuestas
pistas para desacreditar al atacado, sin pruebas. También dijo
Sigmund Freud en 1907 que el dichoso no fantasea. Fantasear en la
crítica demuestra un resentimiento inútil que no sirve para
construir pensamiento.
Todo
esto sucede en el texto de Beatriz Cortez contra las declaraciones a
la prensa que ha hecho Horacio Castellanos Moya como si descalificar
las entrevistas sirviese -ilógicamente- para desacreditar sus
novelas. Cortez empieza con las falacias de autoridad: “Analicé
casi todas sus novelas. Leí con atención todos sus libros. Tengo,
por lo tanto, alguna responsabilidad en todo esto”.
El lector entonces debería, según ella, creer en las sucesivas
incoherencias que se van a plantear en su artículo sólo porque esta
mujer se enclasa como “intelectual”. Eso, según Teun van Dijk,
es falacia de autoridad.
Cortez
saca sus conclusiones, basadas en declaraciones que ha dado
Castellanos Moya, descontextualizándolas y diciendo asuntos tan
graves como que el autor se aprovechó de declararse amigo del
escritor chileno Roberto Bolaño para vender más libros. Eso es una
acusación, de espaldas, entretejida en suposiciones, sin pruebas.
Los argumentos que da son endebles y no analizan profundamente la
economía política editorial actual. Se trata pues de un golpe bajo,
una difamación.
Destaco
su falacia de generalización: “después
de ver repetido el mismo retrato una y otra vez, de leer una y otra
vez a una voz demasiado similar regodearse de la misoginia, burlarse
de la pobreza, celebrar el racismo y el imperialismo cultural,
retratar repetidamente a nuestro país desde una perspectiva
colonialista y renegar de todos los escritores nacionales le perdí
interés poco a poco”.
Cortez
no ha leído los ensayos "Breves palabras impúdicas" de Castellanos Moya donde él,
generosamente, destaca el trabajo de varios escritores salvadoreños,
por lo que su afirmación de que el escritor reniega de “todos”
los escritores nacionales es falsa.
La
crítica, además de basar sus argumentos en falacias, está
exigiéndole a las novelas de Castellanos características
“políticamente correctas”, parece solicitarle valores morales y
de transformación social. Pero una novela no puede ser feminista, ni
discursiva para criticar la pobreza, ni plantear personajes que
luchen contra el racismo y el imperialismo cultural. No,
deliberadamente.
Ernesto
Sábato apuntaba que los críticos de Marcel Proust
lo acusaron en su momento de sus principales cualidades: lentitud
narrativa y su forma de retratar la vida burguesa. Retomando esto,
creo que criticar a Castellanos Moya por retratar condiciones de la
sociedad, no como apologías, sino de forma irónica y ácida,
implica -incoherentemente- atacarlo por uno de sus principales logros
literarios. Sábato apunta que nadie se acuerda ahora de los críticos
de Proust pero, por suerte, sí de Proust.
Cortez
dice que los objetivos, a mitad del siglo veinte, de la residencia
Iowa City, donde ahora vive el escritor “incluían luchar contra
las ideas de la izquierda internacional, contrarrestar los avances
del arte abstracto, convencer a los escritores del mundo a 'aprender
a amar a los Estados Unidos' y a percibir el contraste con el
contexto de censura, violencia y persecución de su propia casa”.
Dicha aseveración descontextualiza, de nuevo, la obra del escritor y
lo acusa por algo que solamente pertenece a su vida privada. Uno
puede vivir donde se le da la gana. Y una crítica literaria no puede
suponer que él ahí no se siente a gusto en comparación de otros
lugares donde ha vivido. Esas son conclusiones descabelladas.
Extraliterarias.
El
poeta chileno Nicanor Parra fue criticado en su momento por tomar el
té con la primera dama de Estados Unidos y por eso fue destituido
como jurado del premio Casa de las Américas. Nicanor Parra sigue
vivo, cumplió 100 años y su obra lo respalda de tal modo que si
tomó el té con quien quiso ya no importa.
En El
Salvador, acusar o dejar abierta la sospecha de “derechista”
contra la persona a la que se quiere descalificar, intenta aglutinar
toda la descalificación posible de la gente que cree que ser de
izquierda implica una superioridad moral que se inflinge mediante
autoridad. Para mí, ser de izquierda no requiere agitar el dedo
acusador contra quien supuestamente no lo es. En El Salvador, suele
ser costumbre que, si alguien destaca en cualquier ámbito, es
criticado, descalificado y, si es posible, insultado. Si alguien
flota, parece que hay que jalarle las piernas para que se ahogue como
los demás.
Horacio
Castellanos Moya, el escritor salvadoreño más reconocido
internacionalmente, como me gusta llamarlo, cuyos ensayos nos dieron
luz en el curso que coordiné el año pasado en la Universidad
Nacional Autónoma de México (UNAM) sobre literatura salvadoreña,
el escritor al que leí, veinteañera, y sigo leyendo con fruición,
ha ganado el Premio Manuel Rojas en Chile y es algo que me alegra,
honestamente.
Lauri García Dueñas
Martes 28 de octubre de 2014, Santa María la Ribera, Ciudad de México.
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