El
primer luchador social que conocí sin haberlo visto fue mi abuelo
Juan Gilberto. Todavía su cara delgada y bigote recortado están
impregnados en mis recuerdos significativos de niña. Uno sigue
siendo el niño que fue durante lo que resta de la vida.
De
él, se cuenta que no tenía familia materna ni paterna, nunca
utilizó zapatos -por el orgullo de ser indígena descalzo-, aunque
sus hijas insistían en regalarle unos, él nunca aceptó. Índigena,
uno de los fundadores del Partido Comunista salvadoreño,
sobreviviente de la masacre de 1932. Su foto enmarcada en madera café
está en la última repisa del librero de mi padre, donde a diario
vigiló nuestra infancia desde su silencio sepia, como una especie de
héroe cotidiano.
En
los años ochenta, me gustaba acompañar a mis padres a las marchas,
una vez, cuando cursaba tercer grado de primaria, una niña me dijo,
en un tono que interpreté acusatorio, que me había visto en la
marcha de los trabajadores. Tuve miedo, sabía que mi familia corría
peligro, aunque fue hasta años después que comprendí las
dimensiones de éste. Y también conocí, temprano, la figura del
soplón y el traidor. Y desde entonces la detesto.
Crecí
teniendo como héroes a algunos luchadores sociales cercanos y
todavía es así. Aunque de vez en vez, me decepcione de algunos
otros más lejanos.
En
2005, por ejemplo, cuando visité Cuba y me di cuenta de que los
funcionarios del Partido Comunista tienen importantes privilegios
económicos sobre la población, algo en mi fe laica se rompió.
También
me ponen a dudar esos estudiantes universitarios con banderas rojas y
negras que repiten los discursos setenteros pero que, cuando te
acercas a ellos, te das cuenta de que no han leído los textos de los
autores que intentan emular y no demuestran tener las herramientas de
análisis de la realidad, sino solo el deseo de defender
visceralmente sus ideas, mediante la descalificación de los
posicionamientos de otros.
Como
la cantautora que hace unos días me decía por twitter que los
artistas y estudiantes no deberían solicitar ni aceptar becas
estatales en México porque fue el Estado quien asesinó a los 43
estudiantes en Iguala. Yo intentaba explicarle que, al contrario, hay
que exigirle a los Estados más y mejores becas para una población
más numerosa, sin que eso implique una especie de coptación. Su
argumento me pareció tan absurdo como decir que no hay que circular
por el asfalto porque fue el Estado el que lo mandó a poner.
Al
menos yo, no quiero un Estado neoliberal y débil sino un Estado
bienestar dirigido por personas honestas. Yo sé que falta mucho para
que eso se consiga, pero eso deseo.
Esos
luchachores sociales recalcitrantes como la cantante creen que tienen
superioridad moral por ser, supuestamente, más radicales que los
demás.
43
En
2015, México conmemora un año de la desaparición de 43 muchachos
de la escuela normal de Ayotzinapa, exigiendo justicia en marchas por
todo el país. Ahora que vivo en Guerrero, he escuchado el comentario
evidente, con pesar de quien lo cuenta, que los dirigentes de la
escuela y el movimiento al que pertenecían permanecieron a salvo
mientras los chicos tomaban los autobuses que los llevaron a su
muerte.
Como
permanecieron a salvo muchos comandantes militares y guerrilleros
salvadoreños, cuando eran los más jóvenes y sin experiencia los
que morían en los frentes de guerra.
He
escuchado además los comentarios peyorativos contra los
“Ayotzinapos”, grupo de personas que protestan contra la masacre
cerrando las vías de comunicación y dañando ciertos espacios
públicos, pero también me pongo a pensar que todo movimiento social
latinoamericano suele estar infliltrado por facciones violentas que
intentan desprestigiar las causas.
En
medio de todos estos recuerdos y coyunturas, me pregunto ¿Qué
implica entonces ser un luchador social ahora?
Como
dice Isadora Bonilla, no basta con dedicar el tiempo que nos sobra a
las causas sociales, ni atacar a los compas que solicitan becas
estatales, enalteciéndose porque los que no las piden están
supuestamente fuera del sistema. No es suficiente tampoco vender
discos y libros 'independientes' para el lucro individual o
editorial, o bien, emborracharse llenos de odio y resentimientos
sociales que generan impotencia.
Tampoco
podríamos exigirle a los luchadores sociales del siglo XXI absoluta
coherencia, porque los patrones de consumo capitalistas sí nos
tienen coptados y, hasta a las personas más radicales, se le puede
rastrear una ropita de marca, una bolsa de Wallmart o un ticket de
comida rápida. Y esto, a mi juicio, no te descalifica a priori,
aunque revisar los patrones de consumo de cada uno sea necesario.
Ya
quisiéramos saber siempre de dónde viene nuestra tecnología (por
cada teléfono y computadora nuevos se usa un metal que solo existe
en El Congo y que está siendo explotado en un contexto de guerra
donde participan niños como soldados), ropa y comida y dormir
tranquilos sabiendo que no contribuimos a la explotación. Pero no.
Animales socializados como somos, nadie está libre de algún dejo de
los defectos de la humanidad que más critica: clasismo, racismo,
machismo, autoritarismo.
Porque
vaya cómo son de autoritaristas y egocéntricas algunas personas que
se llaman luchadores sociales. A veces, parece una competencia de
superioridad moral, y no de honestidad y empatía, para ver quién es
más encendido en sus discursos como si eso los elevase sobre “la
masa enajenada”.
No
falta el panfletario irrespetuoso que se sube a los transportes a
decirnos, mesiánico, que leamos y apaguemos la tele, que
despertemos, como si diera por hecho que somos una “masa no
pensante”.
El
héroe cotidiano
Entonces,
yo creo que un luchador social ahora es una persona noble que no solo
se preocupa por su propio bienestar sino por el de los demás. Puede
ser un líder, no estoy segura si un funcionario público -hay pocos
a los cuales admirar como al ex presidente de Uruguay Pepe Mujica.
Es
difícil ser un luchador social en una sociedad acosada por la
fantasía, la injusticia económica profunda, el desempleo, el
cinismo, la desesperanza, la ansiedad, el morbo, la tentación de “el
que no tranza no avanza”. Y esta luchadora o luchador del ahora, no
debe ser necesariamente un caudillo o el que grita más en un mitin.
Me
lo imagino una mujer u hombre sin altanerías, que lee textos que
goza y lo dotan de ideas que solo intuía, se informa mediante
distintas fuentes, y aunque también puede ser, por supuesto, un
campesino o un obrero, independientemente de su extracción social,
reconoce como anormal la normalización de la violencia, la
injusticia y la pobreza.
Me
lo imagino alfabetizando, trabajando en el campo, en la ciudad, por
ella o él, su familia, su comunidad, sin alimentar la corrupción de
su entorno y sin sentirse superior por ser “consciente”. Haciendo
trabajo social y local, investigando, produciendo arte, huertos,
cambios físicos y de paradigmas en donde sea que viva.
Chapodando
un parque abandonando, haciendo labores domésticas sin pensar que
estas solo le corresponden a las mujeres, campañas para recolectar y
separar la basura, no dejándose desalentar por aquellos que dicen
que la única alternativa que queda para solucionar el estado actual
de las cosas es la violencia. Reforesta, funda un refugio para perros
o gatos, libera tortugas, organiza un taller con niños y jóvenes.
No se embrutece de odio. En su pareja y familia, trata de encarnar
sus ideas utópicas.
Da
una plática sobre feminismo. Comparte un café. Un héroe cotidiano.
Al ver a los indigentes y hambrientos en la calle no voltea la cara.
Sabe que la repartición de las riquezas en este planeta es
desproporcionada y que la gente que busca comida en la basura no
debería continuar haciéndolo. Sensible, no cree que sus argumentos
o preferencias son indiscutibles.
No
estoy de acuerdo con la desidia con la que; en una conferencia en
Xalapa, Veracruz, en 2011; el periodista Martín Caparrós aseguró
que, ya que la generación que nos precedió no logró la revolución,
nos dejó a los jóvenes solo las causas verdes y la iniciativa del
uso de la bicicleta. Para mí, las causas ecologistas también pueden
y son radicalmente revolucionarias.
Ahora
que estoy embarazada, quisiera que mi hijo fuera un luchador social y
no formara parte de la clase media insolidaria que cree que hay que
dejar de exigir justicia por los 43 muchachos desaparecidos que
forman parte de otros 27000 y los 7 feminicidios diarios en México.
Pienso
entonces en mi abuelo Juan Gilberto, campesino, quien por su orgullo
indígena nunca usó zapatos. Y deseo que hubiese muchos más
luchadores sociales cotidianos y sin ínfulas.
Lauri
García Dueñas
Acapulco,
Guerrero, 1 de octubre de 2010.
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