martes, octubre 13, 2015

Luchadores sociales

El primer luchador social que conocí sin haberlo visto fue mi abuelo Juan Gilberto. Todavía su cara delgada y bigote recortado están impregnados en mis recuerdos significativos de niña. Uno sigue siendo el niño que fue durante lo que resta de la vida.
De él, se cuenta que no tenía familia materna ni paterna, nunca utilizó zapatos -por el orgullo de ser indígena descalzo-, aunque sus hijas insistían en regalarle unos, él nunca aceptó. Índigena, uno de los fundadores del Partido Comunista salvadoreño, sobreviviente de la masacre de 1932. Su foto enmarcada en madera café está en la última repisa del librero de mi padre, donde a diario vigiló nuestra infancia desde su silencio sepia, como una especie de héroe cotidiano.
En los años ochenta, me gustaba acompañar a mis padres a las marchas, una vez, cuando cursaba tercer grado de primaria, una niña me dijo, en un tono que interpreté acusatorio, que me había visto en la marcha de los trabajadores. Tuve miedo, sabía que mi familia corría peligro, aunque fue hasta años después que comprendí las dimensiones de éste. Y también conocí, temprano, la figura del soplón y el traidor. Y desde entonces la detesto.
Crecí teniendo como héroes a algunos luchadores sociales cercanos y todavía es así. Aunque de vez en vez, me decepcione de algunos otros más lejanos.
En 2005, por ejemplo, cuando visité Cuba y me di cuenta de que los funcionarios del Partido Comunista tienen importantes privilegios económicos sobre la población, algo en mi fe laica se rompió.
También me ponen a dudar esos estudiantes universitarios con banderas rojas y negras que repiten los discursos setenteros pero que, cuando te acercas a ellos, te das cuenta de que no han leído los textos de los autores que intentan emular y no demuestran tener las herramientas de análisis de la realidad, sino solo el deseo de defender visceralmente sus ideas, mediante la descalificación de los posicionamientos de otros.
Como la cantautora que hace unos días me decía por twitter que los artistas y estudiantes no deberían solicitar ni aceptar becas estatales en México porque fue el Estado quien asesinó a los 43 estudiantes en Iguala. Yo intentaba explicarle que, al contrario, hay que exigirle a los Estados más y mejores becas para una población más numerosa, sin que eso implique una especie de coptación. Su argumento me pareció tan absurdo como decir que no hay que circular por el asfalto porque fue el Estado el que lo mandó a poner.
Al menos yo, no quiero un Estado neoliberal y débil sino un Estado bienestar dirigido por personas honestas. Yo sé que falta mucho para que eso se consiga, pero eso deseo.
Esos luchachores sociales recalcitrantes como la cantante creen que tienen superioridad moral por ser, supuestamente, más radicales que los demás.

43
En 2015, México conmemora un año de la desaparición de 43 muchachos de la escuela normal de Ayotzinapa, exigiendo justicia en marchas por todo el país. Ahora que vivo en Guerrero, he escuchado el comentario evidente, con pesar de quien lo cuenta, que los dirigentes de la escuela y el movimiento al que pertenecían permanecieron a salvo mientras los chicos tomaban los autobuses que los llevaron a su muerte.
Como permanecieron a salvo muchos comandantes militares y guerrilleros salvadoreños, cuando eran los más jóvenes y sin experiencia los que morían en los frentes de guerra.
He escuchado además los comentarios peyorativos contra los “Ayotzinapos”, grupo de personas que protestan contra la masacre cerrando las vías de comunicación y dañando ciertos espacios públicos, pero también me pongo a pensar que todo movimiento social latinoamericano suele estar infliltrado por facciones violentas que intentan desprestigiar las causas.
En medio de todos estos recuerdos y coyunturas, me pregunto ¿Qué implica entonces ser un luchador social ahora?
Como dice Isadora Bonilla, no basta con dedicar el tiempo que nos sobra a las causas sociales, ni atacar a los compas que solicitan becas estatales, enalteciéndose porque los que no las piden están supuestamente fuera del sistema. No es suficiente tampoco vender discos y libros 'independientes' para el lucro individual o editorial, o bien, emborracharse llenos de odio y resentimientos sociales que generan impotencia.
Tampoco podríamos exigirle a los luchadores sociales del siglo XXI absoluta coherencia, porque los patrones de consumo capitalistas sí nos tienen coptados y, hasta a las personas más radicales, se le puede rastrear una ropita de marca, una bolsa de Wallmart o un ticket de comida rápida. Y esto, a mi juicio, no te descalifica a priori, aunque revisar los patrones de consumo de cada uno sea necesario.
Ya quisiéramos saber siempre de dónde viene nuestra tecnología (por cada teléfono y computadora nuevos se usa un metal que solo existe en El Congo y que está siendo explotado en un contexto de guerra donde participan niños como soldados), ropa y comida y dormir tranquilos sabiendo que no contribuimos a la explotación. Pero no. Animales socializados como somos, nadie está libre de algún dejo de los defectos de la humanidad que más critica: clasismo, racismo, machismo, autoritarismo.
Porque vaya cómo son de autoritaristas y egocéntricas algunas personas que se llaman luchadores sociales. A veces, parece una competencia de superioridad moral, y no de honestidad y empatía, para ver quién es más encendido en sus discursos como si eso los elevase sobre “la masa enajenada”.
No falta el panfletario irrespetuoso que se sube a los transportes a decirnos, mesiánico, que leamos y apaguemos la tele, que despertemos, como si diera por hecho que somos una “masa no pensante”.

El héroe cotidiano
Entonces, yo creo que un luchador social ahora es una persona noble que no solo se preocupa por su propio bienestar sino por el de los demás. Puede ser un líder, no estoy segura si un funcionario público -hay pocos a los cuales admirar como al ex presidente de Uruguay Pepe Mujica.
Es difícil ser un luchador social en una sociedad acosada por la fantasía, la injusticia económica profunda, el desempleo, el cinismo, la desesperanza, la ansiedad, el morbo, la tentación de “el que no tranza no avanza”. Y esta luchadora o luchador del ahora, no debe ser necesariamente un caudillo o el que grita más en un mitin.
Me lo imagino una mujer u hombre sin altanerías, que lee textos que goza y lo dotan de ideas que solo intuía, se informa mediante distintas fuentes, y aunque también puede ser, por supuesto, un campesino o un obrero, independientemente de su extracción social, reconoce como anormal la normalización de la violencia, la injusticia y la pobreza.
Me lo imagino alfabetizando, trabajando en el campo, en la ciudad, por ella o él, su familia, su comunidad, sin alimentar la corrupción de su entorno y sin sentirse superior por ser “consciente”. Haciendo trabajo social y local, investigando, produciendo arte, huertos, cambios físicos y de paradigmas en donde sea que viva.
Chapodando un parque abandonando, haciendo labores domésticas sin pensar que estas solo le corresponden a las mujeres, campañas para recolectar y separar la basura, no dejándose desalentar por aquellos que dicen que la única alternativa que queda para solucionar el estado actual de las cosas es la violencia. Reforesta, funda un refugio para perros o gatos, libera tortugas, organiza un taller con niños y jóvenes. No se embrutece de odio. En su pareja y familia, trata de encarnar sus ideas utópicas.
Da una plática sobre feminismo. Comparte un café. Un héroe cotidiano. Al ver a los indigentes y hambrientos en la calle no voltea la cara. Sabe que la repartición de las riquezas en este planeta es desproporcionada y que la gente que busca comida en la basura no debería continuar haciéndolo. Sensible, no cree que sus argumentos o preferencias son indiscutibles.
No estoy de acuerdo con la desidia con la que; en una conferencia en Xalapa, Veracruz, en 2011; el periodista Martín Caparrós aseguró que, ya que la generación que nos precedió no logró la revolución, nos dejó a los jóvenes solo las causas verdes y la iniciativa del uso de la bicicleta. Para mí, las causas ecologistas también pueden y son radicalmente revolucionarias.
Ahora que estoy embarazada, quisiera que mi hijo fuera un luchador social y no formara parte de la clase media insolidaria que cree que hay que dejar de exigir justicia por los 43 muchachos desaparecidos que forman parte de otros 27000 y los 7 feminicidios diarios en México.
Pienso entonces en mi abuelo Juan Gilberto, campesino, quien por su orgullo indígena nunca usó zapatos. Y deseo que hubiese muchos más luchadores sociales cotidianos y sin ínfulas.

Lauri García Dueñas
Acapulco, Guerrero, 1 de octubre de 2010.

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