Para criar hay que tener brazos, multiplicar los dos tan limitados, una
espalda de junco que se elevará y doblará incesantemente durante todo el
día, ojos que nunca más se cerrarán por completo, oídos de animal al
acecho, a salto de mata, piernas minerales para sostener y otras de
hamaca para mecer, garganta recién nacida para cantar canciones que le
inventas y dulcificar el gruñido, el llanto iniciático. Senos sin
mengua. La mente y el lenguaje se vuelven entonces personajes
secundarios. El ego se hace añicos y eso de darse sin medida es la
lámpara de aceite que se prende a las tres, cuatro de la mañana, antes
si es necesario. El ego viejo se resiste pero el cuerpo brega hacia
adelante porque esa otra vida, indefensa, depende de tu cuerpo, de la
columna que debe estar de pie sin mengua. Cuando duermes, con un ese Ojo
medio abierto, y sabes que el cachorro también duerme, piensas en la
otra tan lejana que fuiste y abrazas al mamífero que eres ahora, el que
desde siempre te dormía adentro. Nada es idílico en el mundo lácteo
pero, al verlo a los ojos, empiezas a comprender la frase "es lo mejor
que te puede pasar". Criar no es para todos, es un rito de paso que
implica una renuncia y una metamorfosis brutal. Es la vida, filuda y
gozosa. Es el amor encarnado, el cuerpo.
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