El 2017 ha sido, por
mucho, el año más difícil de mi vida. La angustia y la pulsión de
muerte se apoderaron de mí. Quise renunciar a este plano de la
existencia, sentí mucho dolor y confusión. Lo más difícil fue
reconocer que gran parte de ese dolor que me arrebataba era
autoinfligido por mis patrones de comportamiento (lastre, cadenas
inconscientes) y formas repetidas de generar conflicto en mi vida
personal. Me sentí sola, fea, no importante. Agotada, física y
emocionalmente.
Lo que me mantuvo en pie
fue un profundo diálogo conmigo misma, atravesado por mi propio
lenguaje y escritura, la búsqueda de ayuda (familia, amigos,
psicoanálisis, homeopatía) y mi deseo profundo de estar mejor por
mí y por mi hijo.
Lo que más me dolió fue
sentirme cansada y angustiada por la crianza. Sentí que no tenía la
ayuda que necesitaba y eso me hacía ciega a reconocer y agradecer la
ayuda y el compañerismo que sí he tenido. Este año casi pierdo al
hombre que elegí como compañero. Casi nos perdimos por nuestra
soberbia. Pero sobrevivimos a nosotros mismos. Al final del año,
reconocí que lo amo y que no quiero ser la ola de rabia que lo
fastidia. Quiero crecer junto a él, como alma, espíritu, mente y
cuerpo.
Lo más difícil de
aceptar es que la gente es como es y nos da lo que puede, no lo que
nosotros queremos. Tenemos que aceptar lo que hay, lo que existe y
reconocer que nadie nació y creció para colmar nuestras
expectativas.
Mi padre me dijo hace
pocos días que debo abrazar la responsabilidad que implica tener un
hijo. Dejar de evadirla o quejarme de dicha responsabilidad elegida.
Me recordó lo feliz que fui cuando estaba embarazada porque Agustín
es y fue un hijo elegido y deseado.
Desde el punto de vista
social, quisiera que la sociedad occidental abrazara y cobijara más,
física y económicamente, a las personas que criamos, pero sé que
ello es aún una utopía. Por lo menos, deseo que nuestros seres más
cercanos sean más empáticos a nuestra situación de crianza y
dediquen más horas a nuestro crío, pero eso también puede ser una
utopía. Entonces, mejor pido, a la energía que cuida a las mujeres
como yo, que la vida nos de amor, fuerza y templanza a Efraín y a mí
para sostener con nuestros brazos a nuestro hijo y nos de sabiduría
para acompañarlo en su crecimiento.
Luego del terremoto en
México y la muerte de nuestro amigo, el dramaturgo José Dimayuga,
solo puedo decir: agradezco. Agradezco estar viva, no haber elegido
la muerte, contar con el amor de mi familia y mis amigos y despertar
todos los días abrazada a un mamífero irredento que poco a poco
abraza la cultura.
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