mientras como niños abríamos la boca
y atravesábamos los basureros de la ciudad que nunca vemos.
A lo lejos, un carruaje jalado por un caballo
se abría paso entre el casos ocasionado por los desechos de los hombres.
En el camino, soñé cosas extrañas relacionadas con mi angustia:
un perro al que no había que despertar por causa alguna,
una mujer que rodaba sigilosa en pos de una montaña
y dos torsos desnudos.
Recordé que aún no he escrito ese poema sobre la herida blanca que me compete
pero mis amigos escriben, en medio de la noche, poemas blancos que sé que son hermosos.
Vimos verdes y bosques caduciformes.
Silvia leía a Nietzsche al amanecer
sus ojos como clavos en las páginas me hicieron pensar que había cosas más importantes
que dormitar en la ventanilla.
Y me sentí banal.
La luz de la neblina se colaba en nuestros ojos,
el color de la tierra nos llenaba la boca,
supe que habían descubierto otro planeta
con nombre de letras y números
mientras tomábamos un café instantáneo a precio infame.
No desayunamos,
porque nos prevaleció la idea de que un café con Delicados
es lo mejor para templar
espíritus desvelados.
Comimos naranjas en gajos,
nos manchamos la ropa,
el olor reciclado de nosotros nos recordó el tiempo recorrido.
Llegamos a la bahía ennieblada,
la luna era una candil entre dos espadas.
Cuando en la noche el fuego se hizo
supimos de nuestras llamas
y celebramos del cuerpo:
la hora del encuentro.
17-04-2011
Bahía de Navachiste, Sinaloa, México.
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