miércoles, febrero 01, 2012

E.r.a. Tlatelolco

Texto: Lauri García Dueñas

Foto: Edgar Artaud

Todo empezó cuando un grupo de bailarines ejecutó una coreografía de Michael Jackson un domingo a las tres de la tarde en la plaza de las Tres Culturas en Tlatelolco, ciudad de México.
El sol quemaba directo las coronillas de los que ahí nos habíamos juntado. Lolo llevaba un sombrero de paja, precavida. Había que tomar cerveza, supuse, en lo que todo iniciaba. Pero nadie me secundó demasiado.
Estaba ahí porque Viktor Ibarra Calavera me había invitado a una ¿lectura, recital de poesía? donde compartiríamos cartel con José Emilio Pacheco y Molotov. En la superficie y en el fondo, sabía que no sería así, pero eso al final era lo de menos.
Yo quería leer en Tlatelolco, supongo. Me entusiasma la carga energética e histórica de esa plaza donde en 1968 el gobierno reprimió a los estudiantes. Pero no tenía ni la más remota idea de lo que ocurriría esa tarde.
Como dije, todo empezó cuando un grupo de adultos contemporáneos de la localidad, enfundados en vestimentas ochenteras, se juntaron bajo el sol quemante para hacer un homenaje al “rey del pop”. Estaban a su aire, claro, la plaza es un lugar público y no iban a dejar sus costumbres habituales por una repentina y espontánea invasión ‘poética’.
Fue ahí donde una de las protagonistas más importantes del “happening” entró en escena. De pequeña estatura, morena quemada por el sol, de cejas a lo Frida Kahlo y pelo negro recogido en una cola, empezó a injuriarnos, a los ‘poetas’ y a los danzantes que estábamos ahí por diferentes razones. O no.
“Yo no bailo con burgueses”, aseguró la mujer y siguieron varios minutos de gritos desaforados, que si le estábamos faltando el respeto a los muertos, que si Toñito ¿toñito? era el mejor bailarín, que ella era amiga de Javier Sicilia, el poeta al que le mataron a su hijo y empezó una cruzada nacional en contra de la violencia en México, que si la habíamos decepcionado.
Momentos antes, Viktor había dado la voz cantante de inicio al performance colectivo- carnaval del absurdo, embutido en un abrigo de peluche café, y había repartido las fotocopias con la cara de Pacheco (¿dónde estaría José Emilio de carne y hueso a esa hora en que un grupo de jóvenes lo 'homenajeaban' con una fiesta delirante bajo el sol?) Eso sí, Ibarra había tenido a bien aclarar que ni Pacheco ni Molotov se harían presentes o acaso “¿creen ustedes que tenemos presupuesto?”.
Las palabras iniciatorias de Calavera habían subrayado dos ideas principales: que éramos una juventud “drogadicta”, sinónimo de delirante entendí, y que lo que ahí iba a ocurrir mediaba por el principio de la libertad, de hacer lo que realmente quisiéramos con los elementos dispuestos a nuestro alrededor: un montón de libros, instrumentos, y una raíz de madera blanca, gigante, que formaba parte de una instalación de arte contemporáneo dispuesta en la plaza.
Los engranajes de mi ‘educación y socialización’ literaria intentaron girar rápidamente, a tono con la invitación, pero no se me ocurrió nada que hacer. Estoy mal acostumbrada, lo admito, por más salvaje que me las quiera llevar, a veces, o casi siempre, soy ñoña y durante mucho tiempo he pensado que la poesía debe “leerse en voz alta”, a lo mucho.
He usado el megáfono, demasiado, y he tratado de “performancear” o “eslamear” pero reconozco que soy una padawan en ello. Estoy demasiado adherida al lenguaje oral y escrito, las bromas o provocaciones nunca las entiendo, y para desatarme necesito no estar tan sobria. Ese domingo lo estaba, demasiado.
La acusación de la mujer a la que los vecinos de la plaza corrieron tachándola de loca me pegó directo en medio del cuerpo. Que si estábamos faltándole el respeto a los muertos. Yo sabía que no, pero escucharla a ella gritando uno a uno los nombres de varios caídos del 68 me enchinó la piel y me consternó por el contexto del que provengo.
Luego de que se fue, retrocedí atontada, y me senté en la raíz blanca con algunos de los invitados que preferimos la videncia periférica a la participación directa, y presencié frente a mí algo que, admito, al principio ni me gustó ni entendí.
Fue, hasta llegar a mi casa esa noche, y al día siguiente cuando leí la lúcida reseña de Javier Raya, y hasta hace pocos días en la cantina La Esperanza al conversar con Yaxkin Melchy; que terminé de reflexionar sobre la posibilidad de que la poesía no necesite de la voz, que pueda ser ocurrencia, baile, delirio, un tocar instrumentos sin “saberlos tocar”. Una fiesta.
Mi conclusión de ver a Viktor bailando envuelto en un abrigo de peluche, de escuchar a Lolo charranganear un teclado de juguete, contemplar a Karlos Atl echarse una botella de agua encima mientras hacía ruidos guturales, o haber tenido el privilegio de ver a Javier Raya masticar las páginas de un libro que arrancó a dentelladas es que me falta mucho por aprender de la vida y de la poesía y que, es más, yo no sé ni más remotamente qué es la poesía.
Una de mis imágenes favoritas de ese domingo, que no quiero olvidar y por eso lo escribo, es la de una chica leyendo una poesía inaudible a través de un megáfono destruido. Porque sí, en un momento previo, la muchacha que nos insultaba le quitó el megáfono a Viktor y se lo destartaló ante nuestros ojos atónitos. Ibarra lo manejó bien, no se inmutó, parecía que lo hubiesen ensayado juntos, y recalcó el principio de la libertad sobre lo que estaba ocurriendo.
El megáfono destrozado fue un símbolo por lo demás cargado de significado para mí: ¿hasta cuándo habremos de ‘leer poesía’ con megáfono? ¿qué sigue? ¿cuál es la propuesta de los muchachos que hoy en la ciudad de México ‘escribimos’?
Esas fueron las preguntas que quedaron dentro de mí, el domingo que no leí junto a José Emilio Pacheco quien, según versiones no oficiales, nos observaba disimuladamente entre los paseantes.