lunes, mayo 01, 2017

Los cinco años de Jenifer Michel. La generosidad y el ritual de la hospitalidad mexicana.

Por Lauri García Dueñas
Todo empezó cuando América me invitó a la fiesta del quinto cumpleaños de su nieta Jenifer Michel, como agradecimiento a que yo la invité al cumpleaños número uno de mi hijo Agustín hace algunas semanas. La invitación a color tenía dibujada una Blancanieves a punto de comerse una manzana e incluía los nombres de los padrinos de presentación, pastel y anillo.
En Guerrero, México, cuando los niños o niñas cumplen tres años, o bien, cinco, se les organiza una gran fiesta de “presentación” para celebrar que ellos y sus familiares ya atravesaron los años más difíciles de crianza. Años en que los niños pueden morir de diarreas, vómitos o alguna enfermedad tercer mundista.
México se caracteriza por sus fiestas grandilocuentes, ceremoniosas, kitsch, sublimes, independientemente del nivel económico de los agasajados. Es el país del ritual encarnado, de la ceremonia.
Durante semanas, tuvimos que escuchar la música estridente de los ensayos de la presentación de Jenifer. Mi marido ya tenía pesadillas con “Tiempo de vals” de Chayanne. Y amenazaba con no ir a la fiesta, o al menos, el hecho de que llegara el sábado 29 de abril le daba la oportunidad de no escuchar dicha melodía popular, un vals clásico y una canción ininteligible de pop en inglés a diario, una y otra vez al caer la tarde.
Todavía reponiéndonos de una enfermedad respiratoria y digestiva que llevó a mi bebé al hospital y que me mantuvo débil y en cama durante varios días; llegó el 29 de abril. De haber contado con una salud envidiable, me habría gustado acompañar a las 4 p.m. a la familia de la niña a la misa católica en honor de la festejada, para vivir la celebración de la presentación desde todos los ángulos vitales, pero no pude.
Eso sí, a las 6 a.m. en punto tuve que aguantar el sonido de los cohetes reventar y la primera vez que durante el día pusieron las mañanitas a todo volumen, en honor a la que, de noche, sería coronada como la princesa de la colonia Libertadores, al menos por un día.
A las seis de la tarde, nos enfilamos hacia la calle de enfrente de nuestra casa donde ya estaban colocadas unas veinte mesas blancas de plástico. Al nomás llegar, mi hijo Agustín y yo entregamos el regalo (dos pequeños ponis que también tienen la cualidad de sellar la plastilina con un diseño de la realeza).
Jenifer Michel lucía un traje ceñido de princesa con holanes rosas y púrpuras sostenidos por alambres, vaporosos artilugios que hicieron que mi bebé corriera de inmediato tras ella. Con discreción de soberana, la niña iba colocando y escudriñando sus decenas de regalos bajo su enorme pastel, también rosa, una torta de pan de base inmensa, adosada con cinco pasteles aéreos. Juntos, base y pasteles, simulaban una enorme copa, rodeada de globos y de un adorno de un payaso gigante.
La abuela América se multiplicaba en atenciones. En la mesa, nos sirvieron horchata dulce, nos colocaron un refresco de cola de 1.25 litros, los adornos, con globo y dulces rosas, el recipiente rosa para los hielos y la cesta rosa para las tortillas, así como el salero rosa. Todos los adminículos tenían holanes, cintas y gasas blancas y rosas. En el centro, irresistibles, lucían los boliquesos amarillos y los chicharrones.
En la calle cerrada, se dispuso la pantalla gigante que más tarde proyectaría un video en el que Jenifer Michel paseaba en el parque Papagayo, cerca del barco pirata y entre varios payasos. El maestro de ceremonias era un travesti de peluca rubia que, según yo, fue el maestro de baile encargado de atormentar con la música de los ensayos a mi marido durante días.
Hubo tres piñatas, una enorme bola de luces al centro de la pista, un grupo regional de ancianos que llegó en automóviles volkswagens escarabajos blancos como héroes breves, pues no tocaron muchas canciones pero sí las suficientes, confeti brillante y muchos globos para enloquecer a los niños, bolsas de dulces, cervezas coronas en envases de vidrio chicos pero generosos, bocinas gigantes que hicieron retumbar y calentar el escenario, tamales y refrescos para los niños, cohetes.
El gran momento se acercaba. Se dio la tercera llamada. Jenifer Michel utilizó dos vestidos, uno principal y otro para bailar La Bamba, bailó el vals familiar con sus seres más queridos y cercanos, recibió de una madrina un peluche gigante de elefante, su bisabuela salió del fondo de la casa vestida de azul y se sentó junto al pastel y, en ningún momento, dejó de aplaudir a su bisnieta y sus cuatro chambelanes, niños solemnes y bien entrenados, bailarines enfundados en camisas rosas con mangas largas y sus trajes blancos.
La niña fue coronada por su abuela América, con una diadema de fantasía y una flores luminosas de plástico rosa, hubo más cohetes de luces en los momentos más álgidos de la presentación, un brindis especial con copas especiales para la corte de honor, Jenifer Michel fue cargada en brazos por sus chambelanes y el más pequeño de ellos no dejaba de girar a veces hasta marearse, mientras el resto hacía gala de gestos serios y pasos de baile estirados.
Y en pequeñas sillas de colores, las decenas de niños concurrentes tampoco dejaban de aplaudir. A las diez de la noche, después del delicioso mole rojo, el arroz, las tortillas calientitas y los dulces recibidos, nos fuimos a dormir con nuestro bebé en brazos. Pero la fiesta siguió hasta la madrugada.
No comimos del enorme pastel pero me emocioné, hasta las lágrimas, por este México kitsch y hermoso, en el que la abuela América ahorró durante años para hacerle la fiesta de presentación a su nieta Jenifer Michel y, casi un centenar de vecinos y amigos, comimos y bebimos gracias a la generosidad y el ritual de la hospitalidad mexicana.