domingo, diciembre 31, 2017

El 2017

El 2017 ha sido, por mucho, el año más difícil de mi vida. La angustia y la pulsión de muerte se apoderaron de mí. Quise renunciar a este plano de la existencia, sentí mucho dolor y confusión. Lo más difícil fue reconocer que gran parte de ese dolor que me arrebataba era autoinfligido por mis patrones de comportamiento (lastre, cadenas inconscientes) y formas repetidas de generar conflicto en mi vida personal. Me sentí sola, fea, no importante. Agotada, física y emocionalmente.
Lo que me mantuvo en pie fue un profundo diálogo conmigo misma, atravesado por mi propio lenguaje y escritura, la búsqueda de ayuda (familia, amigos, psicoanálisis, homeopatía) y mi deseo profundo de estar mejor por mí y por mi hijo.
Lo que más me dolió fue sentirme cansada y angustiada por la crianza. Sentí que no tenía la ayuda que necesitaba y eso me hacía ciega a reconocer y agradecer la ayuda y el compañerismo que sí he tenido. Este año casi pierdo al hombre que elegí como compañero. Casi nos perdimos por nuestra soberbia. Pero sobrevivimos a nosotros mismos. Al final del año, reconocí que lo amo y que no quiero ser la ola de rabia que lo fastidia. Quiero crecer junto a él, como alma, espíritu, mente y cuerpo.
Lo más difícil de aceptar es que la gente es como es y nos da lo que puede, no lo que nosotros queremos. Tenemos que aceptar lo que hay, lo que existe y reconocer que nadie nació y creció para colmar nuestras expectativas.
Mi padre me dijo hace pocos días que debo abrazar la responsabilidad que implica tener un hijo. Dejar de evadirla o quejarme de dicha responsabilidad elegida. Me recordó lo feliz que fui cuando estaba embarazada porque Agustín es y fue un hijo elegido y deseado.
Desde el punto de vista social, quisiera que la sociedad occidental abrazara y cobijara más, física y económicamente, a las personas que criamos, pero sé que ello es aún una utopía. Por lo menos, deseo que nuestros seres más cercanos sean más empáticos a nuestra situación de crianza y dediquen más horas a nuestro crío, pero eso también puede ser una utopía. Entonces, mejor pido, a la energía que cuida a las mujeres como yo, que la vida nos de amor, fuerza y templanza a Efraín y a mí para sostener con nuestros brazos a nuestro hijo y nos de sabiduría para acompañarlo en su crecimiento.
Luego del terremoto en México y la muerte de nuestro amigo, el dramaturgo José Dimayuga, solo puedo decir: agradezco. Agradezco estar viva, no haber elegido la muerte, contar con el amor de mi familia y mis amigos y despertar todos los días abrazada a un mamífero irredento que poco a poco abraza la cultura.  

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