miércoles, mayo 02, 2012

“A los periodistas nos da miedo de que nos confundan con los ricos”, Leila Guerriero.



Lo primero que llama la atención de ella es su pelo ensortijado que encuadra una cara de pómulos firmes y su forma de cruzar las piernas sobre la duela. Segura. Vestida como estudiante de periodismo, aunque nunca haya estudiado porque sino “ya no sería virgen”, pantalón de mezclilla con el ruedo deshilachado y una chaquetita encima. Durante las casi dos horas siguientes, dictaría cátedra de oficio dejando escapar  frases provocativas y chistosas, arrasaría con su entrevistador, el periodista mexicano Diego Osorno, que se limitó a hacerle preguntas de cajón y aventarse diciendo que Julio Cortázar era representante del ¿realismo mágico? y a contemplarla como lo que es: una famosísima periodista que sabe muy bien lo que dice.

Texto y foto: Lauri García Dueñas

Hizo reír a carcajadas, casi hasta la asfixia, al escritor chileno Javier Norambuena, quien la escuchaba en las primeras filas, cuando contó cómo el presidente de los amigos del teatro Colón de Buenos Aires, a quien nadie había entrevistado más que en los pasillos, le mostró su casa llena de iconografías pornográficas y columnas que culminaban con esculturas de ‘culitos’, las cuales no congeniaban con su imagen de elite y páginas sociales.
La periodista argentina Leila Guerriero contó muchas anécdotas esa tarde del 19 de abril, en un aula magna semivacía, en el Centro Nacional de las Artes (CNA) de México, frente a un entrevistador deslumbrado por su inteligencia y que apenas pudo poner algunas preguntas como migajitas para una lección de oratoria.
La vimos, en el relato, como una muchacha que a los 21 años dejó la escritura de ficción “como dejar un paraguas en el taxi”, sin conflicto, ante un deslumbrante encuentro con el periodismo, y quien paradójicamente  nunca recibió una clase, y se enorgulleció de ello entre risas, frente al director Jaime Abello, de que no la aceptaran en un taller de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI) y él le respondió que lo bueno es que sí se ganó el premio.
Uno de los temas más punzantes que aventó al ruedo esa tarde fue la sugerencia de que los periodistas se acerquen más a los ricos, como fuentes de información, no con los prejuicios y los estigmas a cuestas, sino como protagonistas, más allá del poder y las sospechas de corrupción, para ver “qué han hecho de su vida”, con sus privilegios sociales, como los del presidente de los amigos del teatro Colón, quien nació en cuna de oro y era de esos que “se iban en crucero a París y se llevaban a la vaca para que les diera leche fresca” y que ahora tiene 14 perritos pug como murciélagos, pero que también es un hombre culto a quien puede hacérsele un perfil.
Para Leila, los periodistas no pueden enfrentarse a una fuente así con un apelativo de “maldito rico” en la cabeza.
En el medio, dice, hay una tendencia a buscar lo extravagante, lo excepcional. “A veces los periodistas tenemos tendencia a buscar lo raro. Nos falta buscar historias del elegante, del rico, de los poderosos” que, según ella, difícilmente son mirados por los periodistas narrativos sin un velo de clara desconfianza.
“Nos da miedo de que nos confundan con ellos”, lanza. Y cree que es más fácil para el periodista ir hacia abajo en las clases sociales, hacia los pobres, hasta por un principio antropológico.
Diego menciona a Alma Guillermo Prieto quien según ha dicho que siempre escribirá sobre los pobres, porque son la mayoría, y Leila asiente y sigue en lo suyo.
Cuenta que en una reunión de periodistas se secreteaba con un colega, porque todos hablaban de cuántos muertos habían visto en su vida, y ella bromeaba con su amigo de que era mejor no confesar en voz alta que ellos no habían visto muertos, porque capaz que los sacaban de la fiesta.
Diego le dice que ojalá nunca vea un muerto, pero que para cuándo un tema de México y ella dice que cada vez que viaja encuentra temas, pero a los que no les dedicaría menos de dos meses.
Nunca acomodarse, recomienda Leila, en el método como formulita, porque el día que a ella le pase se suicida, asegura. Para ello hay que ponerse en situación incómoda con uno mismo, con la forma de frasear, de hacer crónica.
Comenta otro de sus trabajos, el de una muchacha criada por un militar argentino a la que encuentran las Abuelas de la Plaza de Mayo y cuya historia lo menos que tuvo fue un final feliz, porque luego de vivir 21 años de una vida acomodadísima, conoce a su familia rural chilena y pues no más no le gusta ni se lleva con ellos, ¿cómo contar esta historia sin juicios contra la chica?
Sobre su método, dice que “no tiene un plan”, que le gusta mucho dormir aunque no duerme mucho, que a veces encuentra inicios cuando lava los platos o finales cuando corre.
No puede empezar si no tiene la primera frase, va acumulando material, hasta llegar a un texto ‘monstruoso’, sin pulir, de unas 25 páginas. Sin contar que ha tenido 200 páginas de desgravaciones y que llega a 16 ó 5 cuartillas después de repasar el material brutal.
“A mí me gustan mucho los rituales”, sonríe, amplia, y dice que se repite el “mantra estúpido” de “cómo empieza, cómo empieza”, hasta que empieza el texto y “de ese proceso puedo decir pocas cosas de forma racional”, y llama intuición a lo suyo, y no ocupa la palabra ‘talento’ más que para otros, que según ella, son más afortunados porque pueden escribir buenos textos y luego salir a cenar con su familia. Tranquilos. En cambio, “lo mío es un trabajo de presos”, compara.
“Odio escribir”, dice entre sonrisas, aclarando que para ella es un proceso torturante, tormentoso y que no recomienda la suya, la neurosis obsesiva, como método.
Desea cultivar, en sus frases iniciales, una amabilidad con el lector, asegura que le da la pista para ver si vale la pena quedarse en su texto, y agrega, “debe haber una especie de tensión”, como en la literatura, y recalca que “no se pueden generar expectativas que luego no se cumplan”.
“No poner toda la carne en el asador desde el principio”, como el refrán parrillero argentino.
“Contrariar mi propio estilo”, repite también como un mantra, y cuenta cuando empezó un artículo con un párrafo tipo Proust y su editora le dijo que ‘todo bien’, pero que el principio no se entendía, y defendió su texto hasta que al final quedó así y pues, según ella, solo se necesitaba un poco de paciencia en el lector para poder entrar cómodamente al texto.
Jamás ocupa la palabra “bella”, cuida los adjetivos y ha tratado, con el tiempo, de ser más escueta y menos efectista.
Leila dice que lo peor que le puede pasar al periodismo narrativo es esto, que se ponga de moda, como el Iphone o los cupcakes, que hay gente que cree que la crónica puede hacerse en tres horas y luego “seguir con su vida” pero para ella la escritura es “lo que hago”, la que le ordena la realidad.
Se reconoce una “señora victoriana” que no puede escribir en los viajes, “no puedo escribir lejos de los papeles”, y que no entiende cómo la gente puede escribir con el Twitter y el Facebook abiertos.
“Sin entrega, hay hallazgos que no se producen”, nos recuerda. La premisa: “desaparecer completamente” del texto, porque no somos nosotros los protagonistas.
Recomienda agudizar la mirada, como práctica, porque es más difícil escribir donde no pasa nada.
“Cuando todos nos vayamos y en este salón no quede nadie, qué podríamos escribir de aquí”, remató.

Su autobiografía:

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