Esa idea me
persiguió y persigue, cada vez con menos angustia pero sin prescindir de ella.
Haber tenido
veinte años fue un estado de gracia, sobrevalorado por el sistema de consumo de
bienes simbólicos en el que habitamos, pero no por ello menos delicioso. Ahora
que entré sin ambages a la prolífica década de los treinta, es más, que me
dispongo a cumplir “la edad de Cristo”, quiero contarles que mi vida pasó por
un estado repentino y similar,
simbólicamente, a la crucifixión.
Primero,
apareció la angustia material y me puse a buscar otro trabajo para completar
mis ingresos actuales, buscando algo freelancer
terminé casi aceptando un trabajo de 38 horas a la semana.
Por suerte,
mi propia intuición y El Muchacho se encargaron de recordarme quién soy y cuáles son las prioridades
en mi vida. Si tomaba ese trabajo no podría preparar bien las sesiones del
taller de poesía y el de crónica, regalo del que me ha dotado la vida y labor
que está muy cerca de ser ideal para una muchacha como yo que además necesita
muchas horas libres para escribir, hacer promoción y producción cultural, ir a
sus clases de yoga y mirar las volutas de polvo caer sobre la realidad.
Las
gestiones nerviosas de cambiar mi residencia a una ciudad lejana fracasaron, en
el fondo, lo sé, porque no lo deseaba.
Tampoco me
fui a estudiar el doctorado a Texas, porque una vez más decidí que, por ahora,
quiero seguir viviendo en México, dedicándome a aquello de lo que mi vida
depende: escribir.
En segundo lugar, me dio por compararme (suena música de suspenso) con amigos y amigas
que tienen mi misma edad. Entonces, empezó a ser evidente que no me he
reproducido y tampoco he acumulado posesiones materiales de gran valor
monetario. Decir que he escrito varios
libros, no con pretensión, sino como un hecho fáctico, me hace recordar qué he
hecho durante estos últimos años. Pero la conclusión más simple y evidente es
que uno no tiene por qué andarse comparando con nadie.
El arcano
mayor que se repite en mis dos recientes acercamientos al tarot es el colgado.
Primero me asusté, luego Javier Norambuena, a quien dedico la palabra
frontispicio del primer párrafo y tantos procesos vitales de pensamiento, me
aclaró que el colgado está de pronto en esa posición que provoca hacernos
preguntas. Dichas preguntas están recién cortadas, como los troncos que rodean a
la imagen.
De nuevo, como
en el viaje de peyote durante aquel verano del 2008, cuando el desierto no me
dotó de ninguna respuesta, estoy de pie frente a mis preguntas.
Y frente a una
idea recurrente que he masticado en los últimos tiempos: la realidad es
independiente de mi propia voluntad. No se trata de resignarme pero sí de dejar
de golpear el aire a puñetazos.
Para
mientras, me quedaré aquí con mi
nueva decisión de tener paciencia y aceptar la suma de hechos acausales que
crearon la realidad arquetípica de mi ser actual.
Y es que me
gusta este estado de excepción, haber encontrado al Muchacho, por fin, luego de
tanta espera vital. Abrazar la posibilidad de ver caer el polvo como un bien
metafísico.
Acepto lo que hay, lo que soy y lo que tengo,
a pesar de mis limitaciones, que en el fondo no lo son, porque las cosas que
creemos que nos atan no nos atan nadita.
Estoy
orgullosa del talento de mis amigos y del amor que me profesan las personas a
quienes amo. También, sigo teniendo junto a mí las consecuencias del acto más
valiente que cometí en mi vida: irme a vivir a otro país y empezar de cero.
No está mal
cumplir 33 años, aunque, la verdad, el tiempo que no vuelve atrás es el mismo
cada día.
2 comentarios:
Solo puedo decir: Qué bello.
Me toca.
Confirmo lo que dice tu amiga Huelve..., ¡qué bello texto! Ser consecuente consigo mismo a veces es fácil, a veces un arte difícil. Pero haber encontrado lo que nos gusta, nos define, nos crea, nos hace, con 33 años o con 50 es el mayor privilegio. Así que ¡viva tu vida! mi Lori.
Publicar un comentario